MANCHA DE TINTA
Pedro B. Palacios (Almafuerte)
I
Estaba una noche yo
Sin compañía ninguna,
Cuando en un rayo de luna
Un ángel rubio bajó.
Mojó mí pluma, escribió,
Plegó el papel, y me dijo:
«Aquí están los nombres, hijo,
De los que ruegan por tí».
Después... ¡voló sobre mí
Como un blanco crucifijo!
II
Fue tan fuerte mi emoción,
Que, sin hacer su lectura,
La celestial escritura
Cubrí de intenso borrón.
Lleno de tribulación
Cogí rasante cincel
A fin de raspar aquel
Tenebroso espumarajo...
¡Y en lo mejor del trabajo
Se me desgarró el papel!
III
¡Pensé morir!... ¡Resonantes
Las dos sienes me latían!...
¿Cuáles y cuántos serían
Los nombres escritos antes?
Y en un mar de interrogantes
El alma flotando alerta,
Puse mi faz en la puerta
Del paterno rancho mío...
¡Y el rancho estaba vacío
Sobre la pampa desierta!
IV
Como el perro delincuente
Que regresa con la aurora,
Echado a la puerta llora
Largamente, amargamente.
En la tapera doliente
Que fue mi torre patricia,
El Día de la Justicia
Me hubiese encontrado el mundo,
Aguardando gemebundo
Como el can, una caricia.
V
Pero besando el umbral
De las ruinas de mi rancho...
(¡Cunas rotas, en el ancho,
Sollozante pajonal!...)
No sé qué fiebre imperial
Me invadió de tal manera,
Que me impuse, aunque debiera
Valerme de cualquier medio,
De aquel borrón sin remedio
Sacar la luz toda entera.
VI
Y medité: «Pudo ser
La nómina del enjambre,
Del cardumen muerto de hambre
Que invadía mi taller».
Y comencé a recorrer
Las cuevas del proletario;
Pero el afán libertario
Deshumaniza al ilota...
¡Y pasé por la picota
De un bestial vocabulario!
VII
Los amigos... «¡Que no sea,
Dije, —por soberbias mías!»
Y anduve, noches y días,
De la ciudad a la aldea.
¡Como al poner una tea
Sobre una planta de trigo,
Por el trigal sin abrigo
Rueda la conflagración,
Fue cundiendo la Traición
De un amigo en otro amigo!
VIII
Tremé; circulé la vista,
Como pidiendo contacto:
Sólo quedaba lo abstracto
Para restaurar la lista.
Como celebrado artista
Fijé pomposo cartel...
Y vino el orbe en tropel
Para gritarme entusiasta:
«¡A los necios de tu casta
Les sobra con un laurel!»
IX
Por una incongruencia rara,
O, más bien, por cobardía,
De un corazón yo quería
No tener conciencia clara:
La pira secreta, el ara
Donde oficia todo ser,
Solo, sin dejarse ver,
En lo callado y oscuro...
¡Lo más torpe y lo más puro:
Los besos de una mujer!
X
Mas pensé de pronto: «No;
Más hoy, más luego, es lo mismo.
¡Quiero sondar el abismo
De la que gobierno yo!»
Llamé; gemí... ¡No salió!...
Aullé como hambrienta loba;
En sus puertas de caoba
Grabé con sangre su nombre...
¡Y entre besos gritó un hombre:
«Cambió de rey esta alcoba»!
XI
¡Qué blasfemia formidable
Desafiando a Dios en seco,
Me brotó del antro hueco
De mi pecho miserable!
¡Roto estaba el postrer cable
Y el bajel roto en astillas!
¡Desplomado de rodillas
Me sentía centro y polo
Del más frío, del más solo
Mar sin fondo y sin orillas!
XII
Y sonámbulo, sombrío,
Como un crónico sin cura
Que ya tiene la tonsura
De la sombra y el vacío,
Tomé la senda del río
Buscando la paz, lo inerte,
El refugio, el contrafuerte,
La negación del dolor...
¡Me pensé que la mejor
Es la vida de la muerte!
XIII
Pisé la playa; y al ver
Rodar las ondas serenas,
Me paralizó las venas
La enormidad del No-ser;
Y quise a vivir volver,
Presa de espanto cerval;
Pero una fuerza fatal
Me sumergía... ¡y a ratos,
Vibraban los pizzicatos
De una risa universal!
XIV
Muerto...¡sí, yo estuve muerto!...
Ya sin la vil sobreveste,
Busque la Ciudad celeste
Que es recompensa y es puerto.
Me hundí en el éter desierto
Como paloma extraviada,
Hasta divisar dorada,
Luminosa Puerta Pia...
¡Y al acercarme, no había
Ni luz, ni puerta, ni nada!
XV
Desde aquella enorme cuita,
En la más solemne calma,
Otra vez reside mi alma
Dentro mi carne maldita.
Allí está, la pobrecita,
Sin ensayar ningún vuelo.
Como la monja en su velo,
Como el reo en su cadalso;
Pues sabe que todo es falso...
¡Cuando lo dispone el Cielo!
XVI
Y como el can delincuente
Que regresa con la aurora,
Lamiendo la puerta llora
Largamente, amargamente:
En mí covacha doliente
Y acurrucado en su quicio,
Tal vez, el Día del Juicio
Me habrá de encontrar el mundo,
¡Como un triste, gemebundo,
Palpitante desperdicio!
EN EL ABISMO
Pedro B. Palacios (Almafuerte)
Para una joven.
I
Me pides versos y voy,
sin poner y sin quitar,
para tu bien, a mostrar
lo que por adentro soy.
Para que comiences hoy,—
pues hoy mismo debe ser,—
resueltamente a romper
ése camarín rosado
donde me tiene guardado
tu corazón de mujer.
II
Yo soy el negro pinar
cuyo colosal ramaje,
cual un colosal cordaje,
no cesa de resonar;
soy el resuello del mar,
el mar augusto y perverso:
la repercusión, el verso,
la placa donde resuena
la formidable y serena
rotación del Universo.
III
Yo soy la brillante flor
con cuya sutil esencia
corta o alarga la ciencia
los dominios del Dolor;
yo siento el sacro furor
del Oráculo demente
y alumbra o quema mi frente
—con su genial llamarada,
cual una zarza incendiada
que se retuerce doliente.
IV
Yo no podré cavilar
por más cavilar que quiera;
cual un insecto cualquiera
me desempeño al azar,
cual un sistema solar
me desdoblo en el misterio,
cual un ínfimo bacterio
me debato en el vacío,
cual un torrentoso río
busco la mar sin criterio.
V
Yo voy en recta fatal
hacia mi primer deseo;
yo no palpo, yo no veo
los muros de lo real;
jamás la fiebre carnal
conturbó mi luz interna;
ni por falaz ni por tierna
la pasión me deja rastro...
¡Yo palpito como un astro
dentro de la paz eterna!
VI
Yo voy con el alma ufana
por más dolor que me oprima:
yo marcho por más que gima
toda mi miseria humana.
Yo siempre tuve por vana
la lengua de la opinión;
yo no indago la razón
del can que ladra mi sombra:
yo me río y hago alfombra
de cualquier admiración.
VII
Yo consigo la verdad
sin buscarla mucho rato;
yo procedo por mandato
de la Gran Fatalidad.
Yo a la necia humanidad
la menosprecio y desgarro:
con las llantas de mi carro
de surcos hondos la lleno,
cual si corriese sin freno
por una pampa de barro.
VIII
Y como el negro pinar
cuando se pone a gemir,
ni pretende seducir
ni pretende amedrentar,
no intento gobernar
las riendas del corazón;
pero yo no sé qué don,
qué providencia, qué ley
me habrá consagrado rey
del reino de la emoción.
IX
Por mí, tal vez, retroceden
los tiempos meditabundos,
como abren plaza los mundos
para que los mundos rueden;
cual se licúan y ceden
los hielos con el calor;
como bregan sin rumor
las fuerzas universales,
porque rían los rosales
con los labios de la flor.
X
Por no sé qué maldición
yo nací con una estrella,
como nacieron con ella
Moisés, Jesús y Nerón.
Para mi modelación
tuvo Dios un ideal,
pues me consumó cabal,
ras a ras con mi destino,
cual pudiera un asesino
labrar su propio puñal.
XI
Yo no tengo obligación
como los demás mortales,
de presentar bien cabales
las cuentas del corazón.
Yo siento la persuasión,
la vez que me precipito,
de que voy en pos de un grito
que se dilata en la sombra;
de que me besa y me nombra
la boca de lo Infinito.
XII
Yo soy el buen soberano
de todas las almas mustias:
yo consuelo las angustias
de lo sucio y de lo insano.
Por eso cuando más vano
me yergo sobre mi nada,
si cruza la bocanada
del cubil o del hospicio,
mi gran corazón patricio
se renuncia y anonada.
XIII
Yo siento por el dolor
de la chusma miserable,
la suprema, la inefable
maternidad del amor.
Yo siento el mismo fervor
del Cordero supersanto,
fervor tan profundo y tanto
que tendrá que vaporarme
y en el oprobio regarme
como un diluvio de llanto.
XIV
Y como los grandes son
nada más que chusma vil
que desertó del cubil
por pura combinación,
cuando vuelven al montón
doloridos y maltrechos,
yo les entrego mis pechos
como la loba romana...
tan sólo la bestia humana
tiene sobre mí, derechos!
XV
Yo proclamo lo que digo
sin meditar lo que dije:
ni me asombra ni me aflige
pensar que me contradigo.
cualquier ideal persigo,
pues todos los hallo buenos:
los magines están llenos
de juicios que no se avienen
y las mismas cosas tienen
mil razones por lo menos.
XVI
Yo no pienso conjurar
la sociedad que me azota;
ni la sueño como gota
ni me asusta como mar.
¿Ni quién la podrá pensar
nada más que como nada?
¿ni quién la vió coronada,
sino por pura ficción?
¿ni quién le dió más razón
que su razón de majada?
XVII
Como perdura el visaje
y el ademán del histrión
lo que dura en la ficción
del drama, su personaje:
así la faz del chusmaje
pone su gesto en la historia;
así el alma sin memoria
de la perdurable sierva
ni merece ni conserva
los dedazos de la gloria.
XVIII
Como creemos dormidos
que duros bronces labramos,
como al despertar hallamos
los bronces desvanecidos:
sólo son los redimidos
por cualquier predicación,
duros bronces de ilusión
que no tienen de real
nada más que su infernal
trabajo de forjación.
XIX
Pero yo no quiero ser
ni riel ni pauta ni estrella;
como el hacha y la centella
corto y caigo sin querer:
tengo la pasión de hacer
cual un motor en mi pecho;
voy al caso, voy al hecho
yo no sé por qué pendiente...
como un niño que no siente
que duerme sobre su lecho.
XX
Sólo sé que soy mejor
por lo que me dejan solo:
si lo mejor es un polo,
no es polo de lo peor.
De mi estirpe superior
yo no estaría tan cierto,
si no me viese cubierto
de tétricas imposturas
como el mar y las alturas,
las tinieblas y el desierto.
XXI
Como en seguros corrales
necios pavipollos pían,
mientras al sol desafían
las águilas imperiales:
los pavipollos mentales
militan en la legión
que murmura en el rincón
del establo de la prosa...
¡cobarde recua sarnosa
que se rasca en la razón!
XXII
Mi hogar, si tuviese hogar
sería un huerto sellado;
tan solemne, tan aislado
como una roca en el mar.
Nido azul —nido y altar—,
todo en él, luz y armonía;
pero a la primer falsía...
¡todo en él, espanto y duelo
como si el alma de Otelo
resplandeciese en la mía!
XXIII
Yo respeto en la Mujer
a la Madre nada más,
y jamás, nunca jamás,
por su igual me ha de tener,
Virgen roja en el taller,
toga ilustre en los procesos,
verbo mismo en los congresos
y genio mismo en las artes;
pero allí y en todas partes...
¡catedrática de besos!
XXIV
Yo soy de tal condición
que me habrás de maldecir;
porque tendrás que vivir
en eterna humillación.
Soy el alma, la visión,
el hermano de Luzbel...
que impotente como él,
como él blasfema y grita:
sobre mi testa gravita
la maldición del laurel.
XXV
Como las aguas del mar
al muro que las encierra,
yo quiero poner la tierra
bajo mis pies y avanzar.
Ser un padre, ser un zar,
todo miel, todo perdón...
¡o ser la Nada en acción
cuyas tenias inhartables
sorbiesen inexorables
sol por sol, la Creación!
XXVI
Yo soy un palmar plantado
sobre cal y pedregullo;
la floración del orgullo,
del orgullo sublimado.
Soy un esporo lanzado
tras la procesión astral;
vil chorlo del pajonal
que al par del águila vuela...
¡sombra de sombra que anhela
ser una sombra inmortal!
XXVII
Yo, cada vez que me río,
pienso que ríe algún otro;
y cual si domase un potro
no me trato como a mío.
Soy la expresión del vacío,
de lo infecundo y lo yerto,
como ese polvo desierto
donde toda hierba muere...
yo soy un muerto que quiere
que no lo tengan por muerto!
XXVIII
Puesto que conoces ya
la aflicción, el prontuario
del rimador visionario
que mordiendo angustias va;
y pues que tu alma, quizás,
por ser alma de mujer,
ha de obstinarse en querer
lo que no quiero yo mismo.
¡Sobre la faz del abismo
te mando retroceder!
EL BRUJO POSTERGADO
(de Historia Universal de la infamia)
Jorge Luis Borges
En Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.
El día que llegó enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una habitación apartada. Éste lo recibió con bondad y le dijo que postergara el motivo de su visita hasta después de comer. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de comer, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella merced, y que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no se podían aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una pieza contigua, en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a la sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandaran. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca y luego una especie de gabinete con instrumentos mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres con una carta para el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que, si quería encontrarlo vivo, no demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro por tener que interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor y que esperaban por la gracia de Dios que lo elegirían a él. Decían también que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron sus manos y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas cosas se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado el decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago.
Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y nuestro cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño), dijo con una voz sin temblor:
—Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué.
La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.
(Del Libro de Patronio del infante don Juan Manuel, que lo derivó de un libro árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches).
LA NOCHE BOCA ARRIBA
Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de la cama de al lado—. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.